Somos afortunados. Participamos en vivo y en directo de este momento vital tan especial para todos. Asistimos a un cambio de época que, obligadamente, deberá dejar atrás maltrechos y desgastados paradigmas, para proponernos una nueva forma de presencia sobre este planeta. Una inevitable, necesaria y nueva manera de pensar, de sentir y de comportarnos, de cara a este nuevo diseño del mundo que comienza a vislumbrarse ante nuestros ojos como una realidad aún brumosa, pero ya sin posible retorno.

Hasta hace bien poco, todo lo relativo a prestar seria atención, cuidado y respeto al individuo como eje central del tejido productivo y social, tenía más pinta de maquillaje que de otra cosa, de insinuación más que de compromiso real. Como algo que incluso podía ser hasta una moda pasajera. Todo indica que esta impostación deba transformarse obligatoriamente en acción verdadera, y que esta transformación sea la única respuesta eficaz de cara a lo que viene.

Esta hermosa bofetada que nos ha dado la pandemia, nos ha dejado desnudos. Está poniendo en jaque nuestros rígidos y mezquinos esquemas de convivencia social a gran escala; nos está quitado el maquillaje, está dinamitando la apariencia. Y lo más asombroso, nos está regalando una nueva oportunidad; si, otra más, quizás de las últimas.

Miles de datos indican que hemos llegado al final de un camino, que un ciclo se cierra. Y que, si acertamos, otro pueda abrirse. Las posibilidades son dos: levantar vuelo hacia algo mucho mejor, asumiendo las responsabilidades, los esfuerzos y los cambios que obligadamente deberán llegar, o pasar a ser especie en extinción, (veloz por cierto).

Si queremos seguir, tenemos que mejorar mucho. Deberemos ocuparnos seria y esmeradamente de nosotros mismos, de nuestro mundo interior, donde se encuentra la semilla que, si cuidada y regada pacientemente a lo largo del tiempo, podrá ofrecernos el mejor de los frutos posibles: nuestra Mejor Versión. Solo ésta podrá intentar reorganizar este babel que ahora vemos con mayor nitidez, como si estuviéramos ante un gran espejo, pero qué en realidad, estaba ya instalado entre nosotros desde hace largo tiempo.

Sintetizando mucho, deberemos aceptar el desafío de ser educados para adquirir y manifestar una inteligencia emocional sólida y práctica, que nos saque de nuestro mundo – ombligo, y nos de la chance de pasar a un paradigma superior: Nosotros, el bien común. Del yo al NOSOTROS.

Algunos años atrás, una investigación realizada por la Universidad de Harvard, la Fundación Carnegie y el Centro de Investigación de Stanford, concluyó que el 85% del éxito social y laboral proviene de habilidades personales y sociales bien desarrolladas (Soft Skills / Inteligencia emotiva) y solo el 15% de dicho éxito es producto de habilidades técnicas y del conocimiento académico, las conocidas como hard skills (Por cierto, estas son y continuarán siendo imprescindibles).

A pesar de estos rotundos datos, hasta ahora, la inversión en formación técnica continúa superando ampliamente, a nivel mundial, a la inversión realizada en formación en habilidades blandas.

“Probablemente”, cuando esta gran experiencia concluya, el desarrollo de soft skills comience a ocupar el lugar que necesita, ya no como una moda pasajera, sino como una necesidad esencial.

Las nuevas tecnologías podrán ejercer una labor extraordinaria como soporte de este proceso de transformación social, gracias a ellas la información podrá alcanzar a un número muy elevado de personas, más allá de la relación presencial.

El posible cambio que alcancemos como conjunto, llegará única y exclusivamente desde un gran cambio individual e interior; asumiendo la maravillosa responsabilidad de trabajar con gran entusiasmo para conseguir manifestar nuestra propia Mejor Versión. Muchas Mejores Versiones manifiestas, podrán construir, con gran esfuerzo, una sociedad más sostenible, equilibrada y sana. Única posibilidad que nos queda como especie, si deseamos renovar nuestro contrato de existencia sobre este planeta.